En un artículo sobre las implicancias de
convertir las acciones políticas de una época en archivo visual para un museo,
Ana Longoni reflexiona sobre las consecuencias de atravesar la frontera de la
institución artística.[1]
En dicho texto, la investigadora argentina reconoce el error de intentar
reactivar la política que se mantendría latente en los documentos que
testimonian los acontecimientos del pasado. Su reflexión, que incluye no sólo
los errores que se cometen en la musealización de prácticas que tienen otras
configuraciones espaciales y temporales, como la calle y la acción efímera, sino
también las lecturas neo-coloniales que se forzaron desde la institución bienal
en la que participó como una de las ponentes invitadas, pone en entredicho las
contradicciones de este tipo de propuestas que, inexorablemente, caerían en una
“estetización banalizante” y una “mitificación acrítica” del recuerdo y la
memoria de una época.
Longoni usa palabras duras para definir
el proceso por el cual una acción de arte político pasa a convertirse en “una
versión estetizante, despolitizada, descontextualizada o recortada del proceso”
O como su presentación en grandes museos “(son) lecturas (que) devuelven o
restringen exclusivamente el impacto de dicha obra a la escena artística, y
banalizan su dimensión política como un rasgo o un material más.” En ese
sentido, la versión institucional de lo que en su momento fue confrontación y
riesgo se convierte en un pasivo espectáculo visual.
Una pregunta legítima que se desliza de
toda esta reflexión tendría que ver con cómo producir formatos eficaces, o cómo
reactualizar el legado de agitación de dichas prácticas, su fortaleza en esos
lenguajes tan urgentes, sin caer en vulgares simulacros del pasado. O cómo
evitar la fagocitación de esa maquinaria, implacable y precisa, del mercado que
todo lo convierte en un producto aséptico y edulcorado. Sobre este punto es que
quiero situar la última muestra que nos ha presentado el Museo de Arte de Lima
sobre un trabajo de investigación del grupo Coneptualismos del Sur y el Museo
Reina Sofía de España.
A través de más de seiscientas obras y
documentos (fotografías, videos, material gráfico y sonoro instalaciones y
dibujos), Perder la forma humana
ofrece un abundante muestrario de la relación entre la cultura visual y las
micro–políticas organizadas como salida y resistencia a la violencia política
de la época.
La importancia de presentar este archivo
estriba en la preocupación por recuperar el trabajo de intersección de la
práctica artística con una militancia que va más allá del glamour de cierta
posmodernidad política. Asimismo, el de un programa estético que, con algunas
variantes, operaba en los límites de estas intersecciones. Unas formas que van
de la reproducción de los diferentes registros, al rescate de las experiencias
de resistencia y, por último, al esfuerzo de mostrar la precariedad de los
diferentes soportes con los que trabajaron. Todo ello como parte de una memoria
latente que pone en evidencia las subterráneas formas de organización del
antagonismo artístico. Ese sueño utópico de la aldea que funda un espacio
tiempo diferente y una relación entre las palabras y las cosas que no es la del
sentido común ni la que reproducen los medios masivos de información.
Un trabajo a todas luces admirable de
recuperación y puesta en valor de dichas prácticas. Sin embargo, la muestra
adolece de una serie de problemas que tienen que ver con el relato —museográfico y curatorial— que
plantea una distribución temática algo desigual, así como con la poca disposición
que hay para intentar abrir, al mayor público posible, la aspereza del archivo y el uso didáctico y pedagógico de los contenidos. Una didáctica que
tiene que ver menos con la explicación exhaustiva que con la reinvención del
archivo: su puesta en escena, su apertura a cambios y puntos de fuga, a juegos
dialécticos, a combinatorias que pudieran generar el uso simbólico y artístico de dichos documentos.
Es decir, no se puede dejar a su suerte
la historia y la historiografía de estos ejercicios de disidencia. Menos cuando
se trata de establecer las lecturas, las derivas y las desviaciones; o de activarlas dependiendo del espacio de circulación. Y es aquí, a
mí modo de ver, donde falla la exposición: en su capacidad de detonar
reconfiguraciones, de operar bifurcaciones, de producir el estrépito del
relámpago dialéctico que, con tanto énfasis, mencionan en alguna parte del
libro-catálogo los investigadores de la muestra. Ese relámpago dialéctico está
más bien apagado. De esto se infiere que dicha objetualidad artística no es más
que la transposición fetichista de las experiencias que acompañaron los
procesos estéticos de la época. Sin aquellas, todo lo demás no tiene sentido.
Esta forma de disponer el archivo comprende, pues, la ideología del museo.[2]
Y esto tiene que ver con la forma en la que se nos presenta la exposición: descontextualizada en su devenir histórico; o
exenta del peso de un contexto político social que no sólo nos diga algo sobre
lo que pasaba en la época de su aparición, sino también sobre un presente que
generaría un diálogo o, si se quiere, una discusión entre esos modos de hacer y los de ahora.
En la réplica que le hace Manuel Asensi a
Ranciere, respecto de su tesis de un maestro que enseña sin saber lo que
enseña, o que ignora lo que puede enseñar, se plantea lo siguiente: en los
tiempos que corren, no se puede omitir la ideología de quien imparte el
conocimiento. Es decir, el maestro no puede ignorar que si deja a su suerte al
discípulo este, de alguna manera, estará condenado a reproducir la ideología
dominante. Lo mismo sucedería con un archivo como éste, independientemente de
su carga política: dejarlo a su suerte, sin la debida actualización ideológica,
supone exponerlo a una muy probable fosilización.
En efecto, más que proponer una discusión
acerca del legado de estos proyectos, o de su total abolición como referentes,
o de sus implicancias en el presente como parte de una genealogía crítica, la
muestra se limita a una autosuficiencia del archivo. La radicalidad que se
asume como patrimonio del arte político de dicha época desaparece en la
exposición. Es decir, es un pasado que no ha sido puesto en tensión con el
presente. O, como vengo diciendo, en una
relación dialéctica. Sin debate acerca no sólo del contexto sino de las
transformaciones que ha sufrido el control y la represión, de lo que ha pasado
con esa formas colectivas de resistencia, que en el presente son mínimas o casi
inexistentes, la propuesta se vuelve un gesto vacío.
Ya lo dijo alguna vez Derridá, cuando en
su Mal de archivo define a éste como algo que “debería poner en tela de juicio
la venida del porvenir”.[3]
Lo que equivale a decir que el archivo es eficaz en tanto y en cuanto lo
situemos en nuestro tiempo. O lo confrontemos con él. Si esto no sucede, sólo
participa de la mitología y la estetización. Se convierte en un vestigio que no
resulta problematizado, mucho menos puesto en un presente que pueda activarlo
como parte de un genealogía contestataria.
Lo que se echa en falta, entonces, es una
reflexión de ese tiempo histórico pero en relación con el presente. Desde esa
distancia con la que se nos presenta la exposición, tan solemne y hierática, no
se genera un encuentro. Desde ese pasado, ignoto y casi brumoso, no alcanza
para proponer una poética del acontecimiento. Por eso, acaso, el espacio
destinado al poema de Perlonguer es una de las piezas mejor logradas de toda la
exposición: hay, más allá del discurso poético, la configuración de un espacio
sensible y una presencia conmovedora.
Es en ese sentido que la exposición
termina cayendo en algo de lo que probablemente están conscientes muchos de sus
responsables, incluida Ana Longoni: el simulacro de la política. Una forma de
experimentar el arte político, que tiene otros modos de operar, a través de la
representación. Y redimir cierta angustia por un activismo cada vez más inocuo
e institucionalizado. De esta manera la confrontación política se convierte en
falso consenso y la rememoración en algo meramente formal.
Esto se hace más evidente cuando en el
Perú se acaba de aprobar una ley (La ley 30151), conocida como de “licencia
para matar”, que otorga impunidad a los policías que causen muertes y lesiones
en “el cumplimiento de su deber” y que,
por supuesto, incluye la represión en las marchas callejeras. Lo que termina
por criminalizar la protesta y la circunscribe a ciertas celebraciones
institucionales y oficiales. En tal sentido, el arte político, imposible de activar
nada fuera de él, sólo sería el gesto vacío de lo político.
Un panorama devastador que nos recluye, una vez más, a la
intimidad de un goce pasivo. Como advierte el filósofo francés Jacque Ranciére,
ese es el gran problema que tendría el arte político: “La visión del nuevo
artista inmediatamente político pretende oponer lo real de la acción política a
los simulacros del arte encerrado en la clausura de los museos. Pero al
recorrer la distancia estética inherente a la política del arte, esa visión
tiene quizá un efecto inverso. Al borrar la divergencia entre política de la
estética y estética de la política, borra también la singularidad de las
operaciones por las cuales la política crea un escenario de subjetivación
propia.”[4]
La repetición acrítica de dichos
ejercicios sirve como mera exhibición y no contribuye a generar un debate
alrededor de la despolitización de la sociedad. Sin lo que tiene de agitación, militancia, crudeza e intensidad
política, incluso belleza en su flagrante violencia las acciones y el archivo
que lo documenta se convierte en una vana recuperación arqueológica. Ni
siquiera la lectura curatorial logra resarcir este problema: la propuesta,
finalmente, peca de historicista y convencional.
Qué duda cabe que el esfuerzo por
presentar una investigación tan sistemática es digna de encomio, pero resulta
insuficiente en esta era de apropiaciones institucionales y activismos
espurios. La sensación que deja es la de una ausencia de propuesta estética,
más allá de la disposición y la organización de toda la muestra. En conclusión,
Perder la forma humana no es capaz de
activar la máquina dialéctica y ese, acaso, debería ser su objetivo.
Martín Guerra Muente
[1] Ana
Longoni, La legitimación del arte político, Brumaria No5, 2005.
[2] No creo,
sin embargo, que la institución desvíe o malogre el sentido más político de
esta muestra por su sola presencia contenedora, pero sin el comentario o la
reactivación de ese legado dentro de un contexto histórico las posibilidades de
salir airosa son cada vez menores.
[3] Jacques
Derrida, Mal de archivo, Derrida en
castellano, disponible en red: http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/mal+de+archivo.htm
¿Un e-mail de contacto?
ResponderEliminarHola Tomás, puedes escribirnos al siguiente correo: trabajadorarte@gmail.com
EliminarSaludos.