No se preocupen más por mi

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Texto impreso con motivo de eX²periencia, un evento que tuvo lugar en la Sala Luis Miró Quesada Garland de Miraflores en Lima entre el 14 de febrero y el 2 de marzo de 2013.
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Henos aquí ante el caso fresco de Juan Lúquez, judeo-argentino (Podolsky por parte de madre), relativamente joven para ser adulto (treinta y cuatro años), artista de frustraciones constantes pero no ostentosas, en todo caso poco dado al resentimiento, lector empeñoso, sutil para las críticas, establecido hace un año en Valparaíso. Exactamente siete meses atrás, Lúquez me escribía:

Un poco antes de que explotara la crisis de 2001, para algunos de nosotros en el campo artístico, pero también para cierta gente que venía haciendo una militancia ‘experimental’, una de las cuestiones más dignas de atención, uno de los desafíos que más nos desvelaban, era la construcción de comunidades en red, sin centro, abiertas, en proceso infinito. Bastaba con que alguien dijera ‘red’ para que los demás, como nenes alrededor del mago en la fiestita de cumpleaños, nos predispusiéramos de la mejor manera a escuchar lo que tuviera que decir.

En Argentina, el uso de Internet había llegado al desarrollo masivo en algo así como cinco años. De repente, muchos de nuestros hábitos habían cambiado, y en el habla cotidiana arraigaba todo un vocabulario relacionado con el potencial de las nuevas tecnologías de comunicación y los futuros que nos permitían entrever. Era en este escenario donde se gestaban todas esas imágenes para una especie de neo-anarco-comunismo. Imágenes que ese momento inaugural, visto y vivido con algo de inevitable candidez, tenían una fuerza tremenda y pura.

Al cabo de un año o un poco más, ya había mucha gente usando la palabra ‘red’ con naturalidad, y, como suele suceder, la palabra no tardó en ponerse de moda. Al final, ya nadie hablaba de red a propósito, porque decir ‘red’ era como decir ‘supermercado’, o ‘banana’ o ‘computadora’.

Esto último coincidió con otro fenómeno: enseguida el mercado había puesto a trabajar nuestras mejores imágenes e ideas, y la publicidad había descubierto el modo de extender las redes de consumo hasta el último rincón. Si ya era una evidencia para cualquiera que todas las cosas tienen una estructura y un funcionamiento reticulares, también había que incluir ahí las redes controladas y estratificadas por la empresa. Las estrategias de emancipación se enfrentaban, en el momento de nacer, a las estrategias de normalización. Nada nuevo.

Sin embargo, en siete u ocho años, y a causa de esta bastante súbita aparición de un terreno inmenso y desconocido, ocurrieron tantas cosas que el sólo hecho de enumerártelas me daría vértigo. Más vertiginoso sería hacerte un compendio de todos los matices que la luz de esos días me hizo ver. Pero algo es innegable: a causa de la progresión aritmética de la vida en red, el infinito se nos aparecía a la vuelta de cada esquina.

Si menciono la época de la crisis no es para hablarte de política. Lo que quiero señalar es que en ese momento empezamos a tener experiencias en red como algo concreto, cotidiano, y que aún si no hubiera habido crisis, la red habría transformado nuestras vidas igual. Aunque tengo que reconocer que, para nosotros, fue una hermosa ventaja que la red -y no digo sólo ni principalmente Internet, sino la red social como concepto, que la antecedió- no se presentara como la panacea del capitalismo, sino al revés, como un universo a explorar, con sus batallas y sus fiestas. Aunque todo esto sea historia conocida, sirve para ponerte en tema.

El punto de partida de ese tema es una saturación. Desde hace cinco o seis meses me veo en una situación tan delicada que sé que, tarde o temprano, voy a estar obligado a dar un vuelco. Pero por el momento me siento con pocas fuerzas. La primera constatación es que la estructura actual de las comunicaciones –especialmente el e-mail y toda la parafernalia relativa a Internet, pero también el celular y todo lo otro-, exigen de mí un grado de atención y de disponibilidad siempre crecientes. La segunda constatación es que mi cuerpo tiene un límite, y que la infracción de ese límite se manifiesta en forma de micro-colapsos físicos y afectivos. La tercera constatación es que, después del frenesí inicial que sentimos por la red, necesito que haya menos gente a mi alrededor. (De a ratos, hasta pienso que preferiría vivir en una cueva).

Últimamente me pregunto cómo salir de la inercia y reorientar todo el caudal de ‘contactos’ que me solicitan y a los que solicito. Qué hacer con toda esa gente que está tan cerca y tan lejos de mí. Es como si estuviera enfrentando ahora los efectos de un recorrido que empecé hace años, y de cuyos alcances no podía hacer en ese momento una justa evaluación. Cuánta gente encontrada en el camino y después perdida, cuántas conversaciones fértiles y duraderas y cuántas fértiles pero truncadas, cuánta vida y muerte juntas…

Si hasta hace poco una vida humana tenía que hacerse cargo de muchos hallazgos y de muchas pérdidas en relación con las demás, ahora parecería que hubieran estallado todos los parámetros. Porque cada nuevo encuentro horada el lugar de uno o varios encuentros anteriores, dejándolos en una situación de fragilidad extrema.

Así, más que un viajero que salió a conocer el mundo interminable, parezco un solitario perdido en una multitud al que todos saludan al mismo tiempo, sin darle la posibilidad de ver qué hay realmente en esas caras, en esos gestos y, todavía menos, qué hay más allá: con su presencia (actual o virtual) permanente, los demás terminan tapándome todo lo que podría ver si ellos no estuvieran ahí. (Una imposición sutil, involuntaria, a veces agresiva, insoportable). En esta situación, puedo sentir como un martirio la sonrisa más sincera. Sentir que, antes que nada, esa sonrisa es portadora de una exigencia: alguien me pide que responda a su solicitud.

Entonces, al ver que no estoy a la altura de la demanda, puedo sufrir de melancolía; deplorar no haber gozado de los deleites del amor, que la comunicación me pone siempre delante de la nariz pero cuidándose de que no los alcance. Melancolía. Y así, a veces, de golpe, me quedo alelado, sin expresión. A lo que enseguida los demás responden preocupándose. Se preguntan (siempre se preguntan): ¿no será que X no quiere contestarme porque se enojó conmigo, porque no se anima a decir que no está de acuerdo, porque está deprimido, porque no sabe cómo lidiar con el exceso, porque tiene una enfermedad grave, porque se murió, porque está harto de mí? Si no hay conexión, hay preocupación. Tal vez las fantasmagorías, los agujeros negros, los puntos muertos de la estructura comunicativa actual se expandan de forma más determinante que las conexiones efectivas, y de ahí la preocupación, la paranoia.

Por tanto: ¿qué hacer con esta locura? ¿Qué hacer cuando llega el mensaje-gota-que-colma-el-vaso? ¿Cómo relacionarse con otros sin que la relación produzca una epidemia de nuevos ‘contactos’, de muchos de los cuales nunca nos hubiera importado saber?

Porque no sólo yo estoy asediado por contactos. Me doy cuenta de que estoy directamente incluido en una red de asedio a otros, y que hay otros en otras redes asociadas a otras redes y a otros que me asedian y se asedian. ¿Es posible mantener relaciones reales sin ser asediado ni asediar, sin ceder a la tendencia general a invertir la relación entre vínculos y medios de vinculación, sin sucumbir a la circunstancia en la que va a ser más decisivo responder a la solicitud que crear y continuar creando una relación?

Cuando tomo cierta distancia de todo esto… ¡me río! Me parece gracioso no tener habilidad para maniobrar entre obstáculos tan triviales como un chat o una llamada por Skype. Hasta puedo llegar a convencerme de que soy yo mismo el que se inventa sus obstáculos, sus caídas. Pero por otra parte me digo: tengo que aprovechar esa distancia que a veces me da el humor, para determinar si simplemente exagero o si el problema, en efecto, existe. Y mi conclusión, con toda seriedad, es: el problema existe.

Nadie se asombraría si digo que las redes virtuales tomaron el lugar que antes tenía la calle. Pero cada vez más es como si estuviéramos obligados a vivir en las calles de una ciudad habitada por millones de entes inaccesibles, tensos y desequilibrados. Es probable que, por ahora, no nos demos cuenta de esos problemas. Está todo tan al alcance de la mano, es tan fácil encontrar a alguien en redes de todo tipo, que la conexión te hipnotiza sin que te des cuenta de que estás metido hasta el cuello.

En principio, cualquiera diría que hoy las redes son el lugar menos frío del planeta. Charlamos sin parar, hacemos circular imágenes y todo lo demás, y las redes arden. Queman los dedos, los oídos, los ojos, la boca. Esto es físico. Por otro lado, el que no se mete en la red queda fuera del juego. Pero en las redes, como en las calles de las megalópolis, la gente tarde o temprano se enfría. Corta, se va y no vuelve más. Desaparece. Aparece con una solicitud, y así como vino, se va. Si hay lugares o capas de red donde esto todavía no pasó, es seguro que va a pasar. Cuestión de esperar un poco. La red va a ser tan anónima como las calles de San Pablo, el DF o Buenos Aires. Por una cuestión estructural, porque cada vez vamos a estar más conectados y cada vez vamos a poder estar menos a la altura de las conexiones. Porque, si es fácil conectarse, más fácil es desconectarse. Los tentáculos de la red nos van a ahorcar.

Salvo que…

A principios de los setenta, Yona Friedman hizo un descubrimiento extraordinario, que nadie valoró. En ese momento estaba reflexionando específicamente sobre aspectos estructurales de las sociedades de información, que recién se estaban configurando (hoy las llamaríamos posmodernas). Desde fines de los cincuenta, Friedman venía desarrollando varias ideas en torno a lo que él llamó ‘arquitectura móvil’, y entonces llega al punto en que necesita detenerse a especular sobre qué problemas traerá la socialización en un mundo en el que ya entonces las relaciones empezaban a darse de forma instantánea a escala global y, sobre todo, y como él lo anticipó como nadie, donde la imagen que iba a definir la nueva espacialidad social sería el continuo. (Su arquitectura estaba basada en el principio del continuo, pero a la vez planteaba una celularidad capaz de matizar lo que, de no tener contraparte, se convertiría en una tiranía de la fluidez). Y explicaba: cuando en una sociedad cualquiera el número de influencias o afecciones entre sus miembros excede la capacidad del grupo para asimilarlas, la sociedad se enferma, se disgrega o se muere. Esto es lo que llamó ‘grupo crítico’.

Pero hoy, ¿quién tiene la brújula del grupo crítico? ¿Quién se da cuenta de que existe? Como sea, llego a otra cuestión: no es que la red informática definió nuestras formas de vida, sino que nuestras formas de vida, desafiando el grupo crítico, inventaron una nueva espacialidad y una nueva temporalidad, con sus tecnologías correspondientes. Bueno, no estoy muy seguro de esto último, pero puede ser. No es del todo improbable.

¿Y entonces? Entonces es cuando se me ocurre que lo mejor sería irme a vivir a una cueva. Pero otras veces, cuando puedo olvidarme de la fantasía –aunque también es verdad que fue por demasiado divagar con cuevas que me senté a escribirte esta… confesión-, pienso en la virtud.

Dicen los antiguos –los de sesenta años para arriba- que hasta hace no mucho tiempo la gente se saludaba al entrar o salir de un lugar público aunque no se conociera. Dicen que había valores compartidos y venerados por amplios sectores sociales. Dicen que había respeto, que esto y que lo otro. Yo les creo, por más que sepa que, cuando hacen referencia a ese mundo arqueológico, una capa de polvo cubre todos los recuerdos. (De verdad: ¿no podrían ser un poco menos reaccionarios?)

Hace poco leía esta frase de Aharon Appelfeld, escrita un poco al pasar, medio anodina, pero que me estaba hablando directamente a mí: ‘Por cierto que Badenheim es un sitio más bien real, y Europa entera estaba llena de balnearios parecidos, terriblemente pequeñoburgueses e idiotas en sus formalidades. Ni siquiera al niño que yo era entonces se le escapaba lo ridículos que eran’. ¡Hasta un niño se daba cuenta! Concedido. Pero yo les creo a los antiguos, a los ancianos de la tribu perdida, aunque sea para poder sentir que algo inspirado en los gestos de antaño –una cierta suavidad universal, por más asfixiada que estuviera por el protocolo- es posible poner en práctica. Les creo no por el pasado sino por el futuro.

Vengo pensando en la virtud. Pero no en la de los antiguos, sino en la del futuro. En la virtud de los inadaptados sociales de hoy, que serán los héroes de las sociedades del mañana. Héroes colectivos, mayormente anónimos, tal vez invisibles por propia decisión.

Ya no hay patrones religiosos o morales generales, y cunde la angustia. Y cunde porque no se meditó lo suficiente sobre un pasaje que era necesario hacer: el pasaje de la virtud guiada por un fin exterior, a una virtud cuyo fin consista en fortalecer la pura riqueza de la vida.

En verdad, concluido el ciclo del gobierno de las religiones, para la mayoría de nosotros la sola mención de la palabra ‘virtud’ despierta sospechas. No importa. Démosle una oportunidad. De todas las virtudes que cabría reinventar, hay dos que ahora me parecen poderosas. Por una parte, el cuidado. Si las formalidades pequeñoburguesas del Badenheim de Appelfeld tienen algo de rescatable, es el cuidado por sostener un equilibrio social. Es verdad que, en gran medida, lo sostenían desde afuera. Por dentro todo podía estar descomponiéndose, pero el protocolo se mantenía firme. Ahora invirtamos el sentido del cuidado: ahora sirve para propiciar un equilibrio real. Un lento, meditado, minucioso y atento cuidado por el bienestar de los otros va haciéndose cada vez más consistente. Lenta y cuidadosamente. Y el cuidado se manifiesta en gestos. Imaginalo.

La otra virtud vendría a ser la prudencia, que nos indica en cada circunstancia qué elegir y qué rechazar según sea bueno o malo para nosotros. Es la virtud relativa a la buena selección. Y en un momento tan crispado como el que vivimos, la prudencia debe mostrarnos con quién estar y con quién no.

Afirmar algo así te puede parecer antipático. Tan antipático como el hecho de estar conectado con –o en presencia de- otra gente y no responder a sus solicitudes. Pero a lo que me refiero es que esa prudencia lleva al cuidado de uno mismo y de los demás. Es una forma de acotar el infinito para hacerlo habitable. (El otro día Lucía me contó que muchos matemáticos fascinados con el infinito se volvieron locos por no encontrar la fórmula que les permitiera traducirlo a una expresión).

Uno sería más inteligente si eligiera producir menos mensajes, porque tendría más tiempo para pensar. De lo que se desprende, por otro lado, que uno tendría más consideración hacia los demás, porque sabría que, cuanto menos los importunase, mejor dispuestos estarían a vivir, sentirían que la vida es más amable. Porque los pondría en menos situaciones en las que verse presionados a responder a una solicitud y en mejores condiciones para crear relaciones por propia iniciativa.

Hagamos una revolución de los gestos, Juan. Imaginemos un mundo en el que la prudencia se practica a diario: los asedios se reducen al mínimo, y las relaciones humanas, con su natural inestabilidad, se hacen más firmes y sustanciosas. Pero… si se mira bien, es absurdo imaginar que esto pueda ser concertado –no ya entre miles: ni siquiera entre dos-, o que haya que llegar a un nivel mínimo de cambio para que el cambio tenga sentido. (Los cambios que van en una dirección ven pasar los cambios que vienen en la dirección opuesta, además de los que van en otras direcciones, generalmente infinitas). La tarea es colectiva, pero si se volviera programática –incluso ligeramente programática-, terminaría precipitándose como un farol chino en una fiesta de fin de año. (A veces cedo a la inclinación utópica de tanto leer a los anarquistas asquenazíes de principios del siglo XX, varios de los cuales vivieron en Villa Crespo, mi barrio en Buenos Aires).

Juan: sin planearlo, terminé siendo un inaccesible. Pero no de los que vienen y se van, sino de los que no aparecen. Pocos me encuentran. A pocos respondo. Pero, ¿qué puedo hacer?

Sueño con una gran tarea colectiva, porque cuanta más gente cultive el cuidado y la prudencia, más elocuente será el mundo. El cuidado y la prudencia, por el momento, nos salvaguardan de los estallidos sicóticos que vemos proliferar. Pero también pueden proveernos de perspectivas más alentadoras: pueden permitirnos trazar recorridos menos hostiles y más atrevidos, y hasta colaborar en la tarea de darle forma a un cuerpo colectivo que todavía no conocemos
”.

Hasta aquí el e-mail de Lúquez, que me mandó una semana antes de instalarse sorpresivamente en Valparaíso.

Hace dos meses fui a visitarlo. De su antigua paranoia no encontré rastros. Me contó que, desde la casita de la calle Alemania que alquiló, a mitad de camino entre la zona alta y la zona baja de Valparaíso, había tendido una soga hasta la casa de un vecino que vivía pendiente abajo, y se había estado comunicando con él por un teléfono de lata. El mail lo usaba a las perdidas, y se carteaba con poca gente. Por ejemplo, conmigo. Cuando yo fui, ya había desmontado su sistema de comunicación casero. Y no por ineficaz. Lo desmontó justo en el momento en que se dio cuenta de que podía volver a intentar estar con otra gente. Y lo primero que hizo fue empezar a ir con su vecino al bar Calipso, que está a la vuelta de La Matriz.

Me quedé dos semanas y en esos días hablamos bastante. Me llamó la atención que las maneras de Juan desprendieran algo así como un aura. El penúltimo día le propuse ir a la inauguración de la muestra de Juan Sepúlveda, un amigo chileno que vive allá. Me dijo que sí. Pasado un par de horas, Juan Lúquez decidió que se volvía a su casa, y yo comí con Juan Sepúlveda y con algunos de los que habían ido a acompañarlo. En un momento alguien hizo mención a Juan Lúquez. Le había impresionado su modo de ser y quería saber quién era. Yo le conté.

Volví a Panamá y me dije: ahora que: 1) Helmut me pedía un texto para su libro, 2) que él hizo del trato una virtud y de la virtud una innovación, 3) que Capacete es su manera de estar con la gente sin asediarla, 4) que el del arte, entre otros, es un campo de asedios, 5) que el arte se volvió un experimento con vidas humanas, y 6) que Juan Lúquez me dio permiso, tenía sentido publicar su carta. Y para darle un marco, agregué la introducción y esta especie de corolario, o de coda.


Juan Valentini


Publicado originalmente en:
Capacete Entretenimentos. Livro para ler. 10 anos de Capacete. Rio de Janeiro: Capacete Entretenimentos, 2008.


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Juan Valentini es el alter ego de un escritor y crítico de arte argentino residente en Río de Janeiro.


  

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