Perder la forma humana:
Una imagen sísmica de los años ochenta en
América Latina busca un acercamiento al arte concebido entre la violencia,
represión y crisis alrededor de esta década. Diversas formas artísticas que aparecen
dentro de un contexto opresivo, violento y que tienen que lidiar con el cuerpo,
la identidad y la política disidentes. Una premisa de riesgo con tareas
enormes: abordar la dificultad de las circunstancias que dieron vida a este
arte (muchas veces inmaterial), la complejidad de presentarlo 30 años después y
formar una lectura contemporánea y legible en una exposición.
Para esto, Perder la
forma humana se vale de agrupaciones de obras y elementos de archivo entre
movimientos y colectivos del subcontinente, contextualizados antes en un mapa donde
se presentan como de “afinidades” y “contagios” y que genera más problemas que
soluciones. Ideas como “Hacer política con nada” o “Territorio de violencia”
agrupan, interrelacionan y hacen convivir a las obras, generando nuevas
conexiones y fricciones.
Esta es una exposición extraña, amorfa, pero a veces
sorprendentemente lejana al espectador. Sala por sala, grupo por grupo, el
recorrido expositivo varía de maneras alarmantes. No es una experiencia
cohesiva. La agrupación de obras bajo estas ideas crea contrastes interesantes
pero a veces no suma al entendimiento de las particularidades e importancias.
Más aún, hay obras y archivos que toman al espectador por asalto por su
potencia, lo cual genera una experiencia desigual. Trabajos tan potentes como
los de las Yeguas del Apocalipsis, el particular sincretismo de Segio Zevallos
y el grupo Chaclacayo o la intimidad al escuchar el poema de Perlongher
engullen a las personas con una fuerza que es difícil de conseguir en otras
instancias.
También se puede leer esto de otra manera: la potencia de las obras es relativa a su relevancia en este momento. Esto está sin duda presente, ya que Perder la forma humana nos muestra esfuerzos sinceros desde épocas de caos que resuenan en la precariedad de la esfera del arte actual. El desborde de sensaciones y reflexiones en parte de lo observado en esta muestra se contrasta con una actualidad anestesiada.
Como hay arte imponente, hay obras que parecen estar fuera
de lo exhibido y, aunque relacionados en algún punto con la idea de
Conceptualismos del Sur, parecen responder a factores diferentes. Este es el
caso de Arete, la reinterpretación antropológica de la fiesta del pueblo
guaraní, el caso de algunos de los grupos brasileros incluidos, más cercanos al
movimiento hippie en Estados Unidos y el caso de la sección de cultura p(A)nk. Esta,
especialmente, con sus modos adquiridos del punk británico, es particularmente
foránea. Generan una dimensión que parece responder a un afán de completitud y
de corrección política.
Finalizado el recorrido, salvo las excepciones mencionadas
anteriormente, hay una sensación de observar algo común, una serie de
manifestaciones que tienen una carga compatible y complementaria. Tal vez
favorecidas por esta organización un tanto anárquica, las obras parecen
responder a una experiencia compartida, a una vivencia común. ¿Qué es lo común
entre gran parte de esta exposición, más allá de lo planteado en un inicio? Se
propone que lo heterogéneo de lo expuesto tiene en común que “corren el riesgo
de poner el cuerpo” ¿Es esta relación tan mínima lo que genera esta sensación
de unidad?
Pareciera que, enterrado en un contexto tan adverso, el
artista latinoamericano creó un grupo de expresiones que responden de manera
conjunta. No ligados por un territorio pero sí por una serie de experiencias
humanas comunes. Es innegable que hay una brecha enorme entre las
circunstancias de violaciones de derechos humanos en Chile y Perú, por ejemplo.
Sin embargo, conectado a veces mínimamente con los otros, la idea de un
sufrimiento común local, nacional o continental se repite en toda la exposición.
Aparece un arte que pareciera vivir de una angustia compartida. Un arte que se
hace propio en cada artista en tanto se hace profundamente íntimo
colectivamente.
Existe un potencial latente en Perder la forma humana. Sobreponiéndose a las barreras del museo y
su frivolidad, hay una pulsión común
impulsada desde las diversas luchas que representan las obras y registros. Este
es una arte que nace en situaciones límite y da vida a una identidad llena de desencuentros. Lamentablemente, desde la puesta en escena esto no
se explora, no se hace explícito, no se discute con el espectador. Es un
terreno que se circunvala y evade desde el momento en el que se omite un contexto histórico para lo expuesto.
Más allá de un mapa de relaciones, contagios y
coincidencias, con referencias que mucha gente no entenderá por su lejanía al
mundo del arte; más allá de la
formulación entre conceptos para catalogar, identificar y relacionar, hay algo
más interesante, más importante, para explorar en este conjunto de obras.
Manifestaciones que además de “el riesgo de poner el cuerpo” cargan con una complejidad que Perder
la forma humana no logra sostener.
Rafael Nolte
Febrero 2014
Lo que queda claro tras estos articulos es la gran mediocridad de la muestra del MALI. Ojala el fastidio que genera esta aberración permita hacer propuestas mejores, para tratar de salvarnos.
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